A lo largo de la historia las situaciones de extremas de pobreza o los prejuicios de índole social y religiosa han llevado a muchas mujeres al trance de tener que desprenderse de sus hijos al poco de nacer. Desde finales de la Edad Media comienza a aparecer de forma institucionalizada la acogida de mujeres embarazadas y niños abandonados, principalmente en Hospitales y Casas de Caridad.
Las condiciones de vida de estos niños, concebidos mayoritariamente fuera del matrimonio, fueron realmente lamentables hasta finales del siglo XVIII en que la sociedad ilustrada comenzó a tomar conciencia del sufrimiento y miseria en que vivían, pero no será hasta 1849, con la Ley General de Beneficencia, cuando se establezcan los grandes pilares para el reconocimiento de los derechos de los más desfavorecidos. Las Diputaciones serán las encargadas de hacer cumplir sus preceptos en cada provincia, como se declara en su artículo 3º:
“Son establecimientos provinciales por su naturaleza:
Las casas de maternidad y de expósitos.
Las de huérfanos y desamparados”.
Las Casas de Maternidad, Inclusas, Casas Cuna, Orfanatos… acogían a niños de diferentes edades. La recepción de los más vulnerables, los recién nacidos, tenía lugar bajo distintas circunstancias: unas veces eran depositados y recogidos a través del torno, otras veces las propias madres, acuciadas por la necesidad, entregaban directamente a sus hijos a la protección del Establecimiento, quedando su maternidad habitualmente en el anonimato; cuando los niños eran abandonados en un pueblo, los funcionarios locales eran los encargados de entregarlos en los establecimientos provinciales de beneficencia.
Las Diputaciones provinciales pusieron especial atención al cuidado de los primeros años de vida del niño. Las Casas de Maternidad contaban con nodrizas, también llamadas amas de leche o amas de cría, que se ocupaban de la lactancia de los infantes tanto dentro como fuera de la Casa. Se trataba de madres cuya maternidad les permitía amamantar uno o varios bebes, bien por haber perdido al hijo propio o bien por tener capacidad suficiente para criar al propio y al ajeno, a cambio de un salario que pudiera mejorar la economía familiar.
La institución de las amas de cría y la progresiva mejora de las condiciones sanitarias contribuirían de manera decisiva a la caída de la mortalidad infantil a lo largo de los siglos XIX y XX.
La Edad Contemporánea. Documentos en exposición:











